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Tíralo, ya no sirve

por Félix Fuentes

Deshacernos de algo
es un gesto higiénico
que permite reordenar
nuestra vida…

Deshacernos de algo es un gesto higiénico que permite reordenar nuestra vida: un viejo jersey, una alacena cochambrosa o un teléfono móvil con la pantalla hecha añicos. Este gesto aporta claridad mental, algo así como una oruga convirtiéndose en mariposa (renacer le llaman algunos, aunque en este proceso solo esté implicada la epidermis).

En el fondo tras estos gestos hay una valoración cualitativa: “esto ya no sirve”, “este objeto está acabado” (finiquitando así también de un plumazo nuestra vida en común con el cacharro en cuestión).

“Hubo un tiempo en el que el valor de las cosas se medía, no por su calidad o su valor simbólico, sino por su capacidad de ser reparadas una y otra vez”.

Es cierto que cuanta más carga simbólica hayamos atribuido al objeto, más difícil será que nos desprendamos de él: esta revista de cuando tenía siete años, la bufanda que me regaló mi primer novio, el salero que cogimos en ese restaurante tan cuco… Cachivaches sostenidos solo por la narrativa adicional que podamos aportar. Quizá hoy en día algunos se salven, pero también es cierto que la cantidad de objetos que nos rodean y que poseemos, hacen que esa narrativa, que casi reconstruye nuestras biografías, se haya vuelto más complicada (en parte también porque podríamos nombrar un objeto para cada minuto de nuestras vidas).

Sin embargo, hubo un tiempo en el que el valor de las cosas se medía, no por su calidad o su valor simbólico, sino por su capacidad de ser reparadas una y otra vez. Incluso si ya renqueaban en la función para la que habían sido diseñadas, se las podía buscar alternativas más acordes con su discapacidad. Esta longevidad es posible que fuese de alguna manera fruto de la necesidad (“esto tiene que durar porque, literalmente, no hay dinero para comprar otra”), pero lo cierto es que si creemos lo que dice el refrán de que la necesidad es virtud, y no nos lo tomamos demasiado al pie de la letra, en cada objeto recompuesto hay una pequeña lección.

Porque sobre esos objetos reparados una y otra vez se iban acumulando gruesas capas de tiempo, tiempos que también eran los nuestros. Y al final sucedía que los objetos acababan conteniendo también nuestras vidas, de la misma manera en la que lo hacen nuestros músculos, nuestros huesos y las arrugas de nuestros rostros. Estos objetos, en el fondo, son como los dientes del niño pequeño que no quieren desaparecer sin más y necesitan de una narrativa adicional; historias que terminan por convocar el universo entero, bien sea en forma de ratón, de hadita, de ardilla o de Mari la del tejado.

Todo esto nos recuerda otra historia.

Dorothea Lange era una fotógrafa estadounidense que estuvo activa desde los años 30 a los años 50 del siglo XX (aunque en realidad es una de esas mujeres que no dejó de estar activa desde que nació). Quizá su contribución más conocida sea la que realizó durante los años de la gran depresión económica de los años veinte del siglo pasado (sí, aquélla en la que los emigrantes éramos nosotros).

En especial la de aquella especie de Madonna contemporánea que hizo que su protagonista pasase, de ocupar un cochambroso tenderete dispuesto con cuatro palos y unas telas ruinosas, a habitar en el imaginario de generaciones. La fotografía se tituló Migrant Mother y quizá el prosaico título sirvió para rendir un homenaje, no solo a los que aparecían en la imagen, sino también al resto de nosotros, en el fondo huérfanos errantes sin refugio.

Y quizá el impacto que esa imagen tuvo en Dorothea fuese el que la llevó a comenzar un libro que en el fondo no vio publicado en vida, pero para el que fue realizando fotografías a lo largo de los años (unas mil en total). El lugar fotografiado esta vez estaba relativamente cerca de su casa en San Francisco. Un refugio en toda regla de gruesos tablones asomándose al Océano Pacífico. Se trataba de un conjunto de cabañas, sin luz ni agua corriente, que habían sido construidas en los años 30 y que se ofrecían en alquiler (a día de hoy se pueden seguir ocupando y se mantienen en exactamente las mismas condiciones).

Y al final sucedía que los objetos acababan conteniendo también nuestras vidas, de la misma manera en la que lo hacen nuestros músculos, nuestros huesos y las arrugas de nuestros rostros.

El tema central del libro era la libertad. Pero ojo, una palabra tan grande no cabe en esa pequeña casita, por otra parte siempre rebosante de familiares de todos los tamaños (hijos, nietos…). La «libertad» que Dorothea Lange quería mostrar era la que, de manera instintiva, los niños eran capaces de percibir: “La casa no era una casa de verano; para mí representaba algo mucho más elemental. La casa era una protección contra el viento y el clima, un grueso tablón donde agarrarse”. Y esa concepción de lo elemental actuaba como un vaso comunicante con la “libertad” que los niños percibían y que materializaban cuando aparecían sudorosos, sucios y cubiertos de arena. Porque esa libertad era matérica, fotografiable y tangible.

Antes decíamos que la vida de los objetos, al menos de algunos de ellos, contiene también las nuestras. Belén asegura que se recuerda a sí misma sentada en esa pequeña banqueta. La misma que su abuela, una señora muy pequeñita, usaba para rebuscar en la alacena.

Es posible que la libertad, la nuestra, la que hace que seamos como somos y acabemos rodeados de lo que tenemos, esté encerrada en las rendijas de esos objetos. Si miran detenidamente verán cómo se dibuja en estos breves, gruesos y frágiles tablones.

En el fondo su escritura es también la nuestra.

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